En este rincón, la prosa. En aquel, la poesía
Osvaldo Mazal


Sobre la metafísica y el “ser” del lenguaje
Si pienso en lo que podríamos llamar conflictos eternos, o “extra-históricos” en términos más académicos, no voy a cometer la osadía de apelar a la muy popular dualidad yin / yang, sobre la cual mi desconocimiento es erudito. Pero seguro que pares como cuerpo y alma, cielo y tierra, naturaleza y cultura, crudo y cocido, contenido y forma, guerra y paz, lo alto y lo bajo, derecha e izquierda, estructura e historia, sincronía y diacronía, continuo y discontinuo, superficie y profundidad, y tantos otros, son todos opuestos binarios que, según multiplicidad de planteos, científicos y no tanto, se supone que nos perforan, direccionando / determinando dialécticamente nuestras vidas y muertes (otro parcito eternamente revisitado…).
El dúo prosa – poesía, en cambio, al que me voy a dedicar aquí, en principio se muestra mucho más inofensivo y parece reflejar una contraposición de menor calibre, o menos trascendente, y por lo tanto debería interesar solo a escritores o a académicos de las letras. ¿Será porque se trata sólo de un problema de géneros literarios? ¿Nos encontramos entonces frente a una cuestión que en occidente ya hace más de veinte siglos los griegos habrían despachado con gran eficiencia, agregando sin más ni más un tercero en discordia, para formar el clásico triángulo épica - lírica – teatro? En ese caso el problema no merecería ni siquiera estas breves líneas. Pero el tema no es tan sencillo. Porque en principio estamos más bien ante una complejísima cuestión lingüística. O, es más, frente a una profunda dimensión relacionada con el funcionamiento de nuestro aparato psíquico y, en consecuencia, con la configuración de nuestras relaciones con el mundo a través del pensamiento y de la mediación del lenguaje.
Habitualmente las Poéticas asocian el género lírico con la subjetividad y la consecuente expresión de emociones y sentimientos, y le contraponen polarmente el género épico (o narrativo), caracterizado por el desarrollo de series más o menos extensas de peripecias organizadas por un narrador. Pero la teoría literaria, la lingüística, el psicoanálisis y la filosofía han decidido, en el último siglo y más o menos en consonancia con mis consideraciones del párrafo anterior, que esas caracterizaciones de la doxa para nada definen en profundidad las características y diferencias de esta polaridad.
Es notable, por ejemplo, que más de dos milenios del pensamiento filosófico occidental se hayan abierto y cerrado con reflexiones acerca del lugar que ocupa la poesía en relación no solo con el pensamiento, sino con lo que se dio en llamar el Ser (con mayúsculas). Pensemos sino en Arístocles, el de la amplia espalda, más conocido por su seudónimo Platón, que en los albores de la filosofía occidental postulaba expulsar de su república ideal a los poetas por mentirosos, o al menos por ser falaces y peligrosos imitadores de imitaciones. Porque para él la poesía imitaba los entes, que a su vez imitaban las ideas eternas, las que eran lo único verdadero. Por lo tanto, para su reflexión metafísica la mímesis poética implicaba la copia de una copia; no podía haber ninguna verdad en la poesía, por ser un ilusionismo que jamás tenía acceso al Ser de las cosas. La verdad, en cambio, era prosaica y residía en el pensamiento filosófico.
Claro: no olvidemos que luego de más de veintitrés siglos apareció un tal Heidegger. Que a pesar de su adscripción al nazismo andaba muy preocupado otra vez, como Platón, por el Ser (con mayúsculas), y que en su proyecto de superación de la metafísica, siguiendo la picada que Nietzsche había abierto más bien a los machetazos, afirmó todo lo contrario que Platón: la reflexión metafísica (su prosa) había consistido en un larguísimo olvido del ser, y la poesía, en cambio, era la morada del ser. “Poéticamente habita el hombre en esta tierra”, había escrito el poeta Hölderlin, una gran inspiración para Heidegger. Con lo que éste ubicaba nuevamente a la poesía, con todas las letras, en el centro del Ser. Obviamente, a pesar de dar, a diferencia de Platón, prioridad en la constitución esencial del ser humano a lo más excelso del lenguaje (que sería la poesía), Heidegger estaba muy lejos de ser lingüista, y mucho menos de coincidir con los teóricos estructuralistas o los filósofos analíticos, quienes también andaban por esos tiempos cavilando como él sobre el lenguaje. Porque Heidegger no compartía ninguna visión positivista del lenguaje, y a pesar de que llegó a ser contemporáneo del giro lingüístico en filosofía, rechazaba cualquier eventual objetivación del lenguaje: no creía que éste pudiera tomarse como objeto y describirse desde afuera, científicamente.
La prosa es a la metonimia como la poesía a la metáfora
Quedémonos por ahora nada más que con la imagen del lugar que el pensamiento heideggeriano otorga a la poesía en la constitución de lo profundamente humano, y centrémonos en el tema de este ensayo bonsái (diría Fabián Casas), que es la relación de la poesía con su Otro más notable: la prosa. Para eso voy a detenerme en una reflexión que atraviesa las fronteras entre lingüística, teoría literaria y psicoanálisis, al tratar de la relación entre los mecanismos propios del lenguaje y su manifestación en diferentes configuraciones de pensamiento y de relación con el mundo. Reflexión que tiene que ver esencialmente con la tradición lingüística estructuralista, por un lado (a través de Ferdinand De Saussure y Roman Jakobson), para culminar por el otro en la deriva psicoanalítica (de Freud a Lacan).
Comencemos por uno de los principios: Ferdinand de Saussure en su Curso de lingüística general definió un signo, formado por el par significante (imagen acústica) - significado (concepto), y la lengua como un sistema de diferencias, compuesto por elementos definidos negativamente por lo que los otros elementos no eran, y relacionados por leyes de combinación. Y esa lengua estaba configurada por dos tipos de relaciones básicas: las sintagmáticas y las asociativas. (A estas últimas Jakobson luego las redefinió como paradigmáticas).
Las sintagmáticas son aquellas relaciones de combinación que las palabras establecen entre sí debido al carácter lineal de la lengua, que imposibilita pronunciar dos elementos a la vez. Por lo que las palabras se alinean una tras otra a lo largo del discurso, combinándose entre sí según el mecanismo de contigüidad.
Y las relaciones asociativas (o paradigmáticas) son aquellas en las que las palabras que tienen algo en común se asocian (en la memoria, fuera del recorrido del discurso), y así se forman grupos (los paradigmas) en el seno de los cuales reinan relaciones de semejanza. (ejemplo de un paradigma semántico: casa, castillo, palacio, choza, edificio…). Por lo tanto, la opción de ubicar en un lugar de la cadena discursiva uno de los elementos de un paradigma implica un proceso de selección entre esos elementos semejantes, con la consecuente posibilidad de sustitución: el elemento elegido podría ser sustituido por cualquiera de los otros semejantes.
Las relaciones sintagmáticas (o metonímicas, dirá Jakobson), por lo tanto, se dan in praesentia, los términos de la relación están igualmente presentes en la oración o serie sintagmática. Y las relaciones paradigmáticas (o metafóricas, dirá Jakobson) unen términos in absentia, en una memoria virtual, pues uno solo de ellos está presente en ese lugar de la cadena discursiva. Este juego de presencias y ausencias construye el discurso.
A continuación un ejemplo híper básico de esta concepción del funcionamiento general del lenguaje, que Jakobson complejizará luego magistralmente para definir una de las funciones del lenguaje, la “Poética”, expuesta en su conferencia “Lingüística y poética” del año 1.959.
Para un mensaje relacionado con un niño que duerme, el hablante desea armar la siguiente frase: “El niño duerme profundamente”. ¿cómo se va construyendo en este caso, según Jakobson, la cadena discursiva mediante los dos modos de la selección y la combinación? En esa cadena, que llamamos sintagma, tenemos una serie de posiciones que aquí corresponden sucesivamente a Ar (Artículo) + S (Sustantivo) + V (Verbo) + Ad (Adverbio).
Desde el punto de vista de la selección de los elementos para construir esa frase, el hablante elegirá primero uno de los sustantivos disponibles, más o menos semejantes: niño, chico, rapaz, pibe, etc. Que forman un paradigma: todos ellos son equivalentes hasta cierto punto; tanto por su contenido semántico, como por el hecho de que pueden ser ubicados en la posición S (sustantivo) de la cadena sintagmática.
Si va a hablar de un niño indefinido, o de un niño específico, definido, el hablante elegirá para el primer lugar de esa oración uno de los artículos disponibles, más o menos semejantes: el, un, etc. Todos ellos también son equivalentes entre sí, forman otro paradigma.
Si del niño se va a decir que duerme, el hablante elegirá luego uno de los verbos disponibles, más o menos semejantes: duerme, dormita, cabecea, etc. Todos ellos también son equivalentes entre sí.
Y si se quiere calificar el dormir del niño, el hablante elegirá uno de los adverbios disponibles, más o menos semejantes: suavemente, profundamente, entrecortadamente, etc. Todos ellos son también equivalentes entre sí.
En cada caso, cada uno de los términos (el – niño- duerme -profundamente) que hemos elegido en este mecanismo de selección, lo hemos obtenido en diversos grupos de elementos equivalentes, que conforman paradigmas. En este caso tenemos un paradigma de Artículos (el – un), uno de sustantivos (niño, chico, rapaz, pibe), un paradigma de verbos (duerme, dormita, cabecea) y uno de Adverbios (suavemente, profundamente, entrecortadamente).
¿Y cómo se combinan esos elementos que fuimos seleccionando de diversos paradigmas, para formar un enunciado? Con las reglas de la sintaxis, que determinan los modos posibles de combinación de los elementos lingüísticos entre sí. Por ejemplo: el artículo debe ir antes del sustantivo, pero no puede ir antes de un verbo, o un adjetivo no puede modificar a un artículo. Por eso dice Jakobson que la combinación está regida por el principio de contigüidad (el adjetivo “contiguo” designa a algo que “está junto a otra cosa”). Porque es el que define qué elemento puedo poner al lado de qué elemento, y en qué orden.
A partir de esta descripción de los dos mecanismos básicos de la construcción de todo enunciado, Jakobson afirma que la función Poética del Lenguaje aplica a esa construcción habitual del discurso una fuerte deformación. Que Jakobson define de esta manera: “La función poética proyecta el principio de la equivalencia del eje de la selección al eje de la combinación.” La equivalencia, entonces, se vuelve en el lenguaje poético un recurso constitutivo de la secuencia, superpuesto a la contigüidad.
¿Qué quiere decir Jakobson con esta definición? Que para construir el sintagma (llamado aquí “eje de la combinación”), o sea, para ir combinando los elementos que se van eligiendo de cada paradigma (llamados aquí en conjunto “eje de la selección”), no sólo se apelará al principio sintáctico general de contigüidad, como en toda secuencia discursiva, sino también al principio de equivalencia. Algo que no sucede (al menos de una manera sistemática y dominante) en ninguna otra función del lenguaje.
¿Y cómo se plasma eso en el discurso poético, o sea, en las cadenas sintagmáticas construidas adicionando este rasgo particular que caracteriza a la función poética? En paralelismos y repeticiones (o sea: equivalencias, semejanzas) de todo tipo, ya sean lingüísticas (fónicas, morfológicas, sintácticas, semánticas), o rítmicas, relacionadas con el metro y la rima. Para Jakobson, es eso lo que caracteriza la función poética del lenguaje: la “reiteración regular de unidades equivalentes”. Eso significa que en la poesía no sólo se generan complejos efectos de sentido gracias a esa organización paralelística, sino que se experimente un tiempo similar al tiempo musical, con una medición de las secuencias (piénsese en la métrica -o sea la medida de los versos, con la sílaba como unidad de medida- y en el ritmo en general, marcado por la acentuación del poema).
Un ejemplito del Martín Fierro: “Cantando me he de morir / Cantando me han de enterrar / Y cantando he de llegar…” Fíjense la cantidad de repeticiones o paralelismos en solo tres versos: semánticas (y también fónicas en algún caso): cantando / cantando / cantando, y morir / enterrar; sintácticas (los tres versos son estructuras sintácticas semejantes); rítmicas (la rima y la acentuación)
Por eso Jakobson concluye que la “línea de menor resistencia” para la poesía es la metáfora, porque el discurso poético avanza “metafóricamente” generando similitudes y equivalencias. Es el mismo principio constructivo de la figura retórica de la metáfora, que se basa en la semejanza entre un término y otro. (Según la RAE, en la metáfora se trata de “la traslación del sentido recto de una voz a otro sentido figurado, en virtud de una comparación tácita, como en las perlas del rocío”. En este caso “perlas” remite a “gotas”: la sustituye, por su semejanza).
Y sobre la prosa, por el contrario, Jakobson sostiene que su “línea de menor resistencia” es la metonimia, porque la figura de la metonimia se construye sustituyendo el nombre de un elemento por otro con el que tiene íntima relación, no por semejanza como en la metáfora, sino por la contigüidad existente entre ambos. Como reemplazar la obra por el autor (“leí a Borges”), o el contenido por el contenedor (“tomé solo una copita”), o la parte por el todo (“había mil cabezas de ganado”), o la causa por el efecto (“los gritos se acercaban”).
De las dos clases de afasia
En “Dos aspectos del lenguaje y dos tipos de afasia”, de 1956, Jakobson había definido dos tipos polares de afasia, en relación con los dos mecanismos básicos del lenguaje que también definían para él, como ya vimos, las diferencias esenciales entre poesía y prosa: la selección (lo paradigmático, dimensión metafórica ligada a la semejanza) y la combinación (lo sintagmático, dimensión metonímica ligada a la contigüidad). Basado en múltiples estudios clínicos realizados hasta esa fecha, Jakobson brindó una detallada descripción de esas dos afasias.
En el caso de la afasia caracterizada por la pérdida de la capacidad de selección (o de metáfora: utilizar y comprender semejanzas), una dificultad discursiva inicial es la de seleccionar el sujeto de la frase, lo que entorpece el comienzo de toda oración. Así que el paciente habla solo cuando se le pregunta algo, o completa lo dicho por otros. Y en general falla la obtención de la palabra adecuada (la selección dentro de un paradigma), por lo que se suele decir genéricamente “cosa” para referirse a los objetos, o “hacer” en lugar de otros verbos tales como hablar, comer o martillar. La ausencia en este tipo de afásicos de la “capacidad de nombrar” produce un deterioro de las operaciones metalingüísticas. Tienen dificultades para entender el sentido metafórico de palabras y expresiones, pero sí son capaces de usar procedimientos “metonímicos”, relacionados con el contexto verbal o no verbal del enunciado, pues en esta afasia la capacidad de contextura (de combinación) no está afectada: emplean variantes ya contextualizadas del concepto al que se quieren referir. Por ejemplo “negro” en lugar de “muerto”
En cambio, en el caso de la afasia caracterizada por la pérdida de la capacidad de combinación (o de metonimia) de los signos lingüísticos, lo que se trastorna es la contigüidad, la capacidad de discernir entre unos términos y otros, la de formar frases y proposiciones. Se pierde la coordinación y la subordinación gramatical, las reglas sintácticas, el orden de las palabras. Este afásico no puede mantener la jerarquía de las unidades lingüísticas para organizar un contexto verbal que construya el sentido.
Del lenguaje al aparato psíquico
Jakobson culmina su estudio sobre los dos tipos de afasia definiendo los “polos metafórico y metonímico”, afirmando “La dicotomía que estudiamos aquí resulta en extremo significativa y pertinente para comprender el comportamiento verbal y el comportamiento humano en general.” Y releva rápidamente casos de esta bipolaridad; primero en la literatura, contraponiendo lo metafórico del romanticismo y el simbolismo a lo metonímico del realismo, tendencia esta última en la que los autores operan digresiones metonímicas de la intriga a la atmósfera de los personajes y al marco espacio-temporal, y gustan de los detalles cuya función es la de una sinécdoque.
Lo mismo sucedería en variados ámbitos artísticos. En la pintura, Jakobson ejemplifica la cuestión con la orientación metonímica del cubismo, el cual transforma cualquier objeto en un conjunto de sinécdoques, versus la metafórica de los pintores surrealistas. Y en cine, menciona a uno de los precursores, D. W. Griffith (el del film “El nacimiento de una nación”, de 1915), “con su notable capacidad para cambiar el ángulo, la perspectiva y el enfoque de las tomas, consiguiendo una variedad sin precedentes de primeros planos en sinécdoque y, en general, de montajes metonímicos”. Y lo contrapone a Charlie Chaplin, y sus montajes metafóricos, con sus “fundidos superpuestos” – verdaderas comparaciones fílmicas”.
Y, por último, el psicoanálisis. Porque continúa diciendo Jakobson en su estudio: “En todo proceso simbólico, tanto intrasubjetivo como social, se manifiesta la competencia entre los dos procedimientos metafórico y metonímico. Por ello, en una investigación acerca de la estructura de los sueños, la cuestión decisiva es saber si los símbolos y las secuencias temporales utilizadas se basan en la contigüidad (‘desplazamiento’ metonímico, y ‘condensación’ sinecdóquica freudianos) o en la similaridad (‘identificación’ y ‘simbolismo’ freudianos)”.
Es pertinente comentar que se dio una cuasi simultaneidad, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, entre Freud planteando sus primeras hipótesis sobre el aparato psíquico (su primera tópica, la interpretación de los sueños, etc), y De Saussure abandonando la gramática comparada para crear la lingüística estructural. Y cada uno de ellos revolucionando su disciplina con planteos que, como recién vimos en el comentario de Jakobson acerca de la estructura de los sueños según Freud, en el fondo tenían que ver con esa oposición entre metáfora y metonimia, entendidas tal como hemos ido viendo a lo largo de nuestro análisis.
Aunque habría que esperar a Lacan para que se expresara en los términos de De Saussure y Jakobson, cuyos planteos estructuralistas del lenguaje Freud desconocía: finalmente a la condensación de Freud, donde un significante es reemplazado por otro, correspondería la metáfora lacaniana, y el desplazamiento freudiano equivaldría a la metonimia: un significante se desplaza hacia otro. De ahí la célebre frase de Lacan: “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”. Lo que, nobleza obliga, es un uso furioso de la semejanza, y no deja de ser una metáfora. Y esos dos tropos, esos dos mecanismos básicos del lenguaje y del pensamiento según Jakobson, metáfora y metonimia, eran equivalentes a los dos principios de funcionamiento del inconsciente freudiano.
Habitar la poesía
Como géneros literarios, poesía y prosa han ido alternándose como géneros dominantes y más prestigiosos en cada momento histórico. Es una polaridad que tiene que ver con otras oscilaciones del arte en general, como la tan mencionada entre lo clásico (armonía, equilibrio, sobriedad) y lo barroco (exuberancia, exceso, complejidad).
En cuanto a los diversos géneros discursivos no literarios, la prosa predomina por su economía de recursos. Por ejemplo: para la comunicación oral (y para muchos otros tipos de enunciados), existen convenciones pragmáticas como las de Grice, en cuanto a dar solo la cantidad necesaria de información, que además debe ser veraz, ordenada, pertinente y clara.
En cambio la poesía se caracteriza por promover siempre alguna clase especial de dificultad, que tiene que ver con ese principio que Jakobson definió para la función poética, el de llenar el discurso de paralelismos y repeticiones (sobreponiendo el principio de selección sobre el de combinación para construir el discurso). Que ya visualmente surge de ese encabalgamiento que sobre la sintaxis prosaica produce el ritmo poético, generado por el corte del verso, la métrica y los acentos rítmicos. Ritmo versus sintaxis, decían más específicamente los formalistas rusos. Y ese ritmo, esa música, no es una mera decoración: la deformación del uso prosaico del lenguaje produce fuertes efectos semánticos, que desde el punto de vista de la interpretación favorecen las ambigüedades, los enigmas, las opacidades. Complejos efectos de sentido que, a diferencia de la prosa, nos permitirían un acercamiento a determinadas dimensiones inasibles de nuestra relación con el mundo. Dimensiones a las que la filosofía intentó conceptualizar con diversos términos, “cosa en sí” (opuesta a nuestra percepción de esa “cosa”), “noumeno” (opuesta a “fenómeno”), “ser” (opuesto a “ente”), y otros tantos ejemplos que sería largo enumerar. Y es ahí donde, para cerrar este círculo, podemos volver a Heidegger y su virtual endiosamiento de la poesía.
Porque Heidegger en cierto momento tomó la poesía de Hölderlin como un arma, apta para su crítica a esa metafísica criticada por él por ser un modo de pensamiento que se habría dedicado desde Platón a lo “óntico”, o sea la existencia de los entes, considerando en su teorizar al mismo Ser como un ente, y abandonando así la dimensión “ontológica” del pensar: la pregunta por el Ser que daba sentido a todos los entes. Ese “Olvido del Ser”, producto de la prosa metafísica, debe ser combatido por el lenguaje poético, afirma Heidegger, el único que no puede ser llevado al terreno de la teorización, y que es capaz de abrirse a la verdad del Ser, de abrirse al misterio, de desvelarlo. Porque poetizar no se entiende aquí como representar, sino como movimiento hacia una verdad que es apertura y revelación, pero simultáneamente oscuridad y ocultamiento.
Y el olvido del Ser por parte de la metafísica no había sido una casualidad para Heidegger, sino que se correspondía con la característica fundamental del Ser, la capacidad de ocultarse; no como mera voluntad, sino como una condición inevitablemente esquiva que lo vuelve opaco e inaccesible. O sea que para Heidegger el Ser solo se muestra en su ocultamiento. Pensemos en las perlas de nuestra metáfora-ejemplo -“las perlas del rocío”- que son al mismo tiempo gotas, pues no dejan de ser ambas cosas: no hay una mera sustitución entre los dos términos del tropo, sino una coexistencia de ambos, que tanto aclara como oscurece. Por eso la filosofía debería operar con los modos del lenguaje poético, para poder oscilar entre el desvelar y el ocultamiento propio del Ser. La poesía entonces, ese habitar en el lenguaje poético, era para Heidegger el modo de abrirse al misterio del ser, apuntando a esa verdad que consiste en desplegar lo que se da como indecible.
Una pretensión que correría en paralelo, claro que ahora en una dimensión más terrena, con esa potencia especial que Jakobson adjudicaba al lenguaje poético, gracias a la amplificación del lenguaje que lo poético obtenía a partir de la deformación (y complejización) de la dimensión combinatoria del lenguaje común: eso permitía una densidad de efectos de sentido –y por lo tanto de comprensión poética del mundo- de las que la prosa carecía. La prosa entonces pasaba a ser mayormente nuestra herramienta para sobrevivir en la cotidianeidad, inmersos en la técnica y los saberes mecanicistas.
De todos modos, la doxa no deja de adjudicar a ambas dimensiones del lenguaje (y por lo tanto de nuestro pensamiento y nuestra praxis), la poética y la prosaica, la misma distancia con la verdad del Ser de las cosas de este mundo. Sino pensemos en esos dos dichos que la nunca bien ponderada sabiduría popular suele manifestar burlonamente y casi a toda hora: “No me hagas el verso”, y “esto es puro cuento”. Siguiendo esa línea, podríamos afirmar que, desde siempre y constitutivamente, estar hechos esencialmente de lenguaje implica que todo está perdido, en relación con cualquier posibilidad de al menos rozar con la punta de los dedos lo que tan enigmáticamente llamamos El Ser, casi como si fueran los pétalos de una flor innominada. Todo está perdido, y lo estuvo siempre, ya sea que lo intentemos en prosa, o en poesía.
Probablemente por eso Gertrude Stein escribió en un poema la frase "La rosa es una rosa es una rosa es una rosa". Repetición que dio para miles de paráfrasis e interpretaciones por parte de poetas y críticos. Quizá porque mostraba que el lenguaje, incluso en poesía, sólo podía llegar hasta allí, hasta nombrar la cosa, aunque repitiera infinitamente ese significante. Porque esa cosa llamada rosa, la llamara como la llamara, seguiría siendo simplemente eso que era.
