El psicoanálisis en el diván. Una crítica desde adentro.

José Antonio Orejel Alvarez; Julio César Osoyo Bucio

Tal vez sea momento de tomar en serio lo que hacemos bajo el nombre de psicoanálisis, no para repetirlo sino para interrogarlo desde adentro. Es necesario salir de la comodidad del pensamiento dogmático que repite sin pensar y que confunde la fidelidad con la obediencia. Dejemos de creer que la palabra psicoanálisis es una garantía de verdad o que todo lo que se dice bajo su amparo se vuelve intocable solo por nombrarse a sí mismo como tal. Nada debería quedar fuera de pregunta, ni siquiera lo que consideramos fundante.

De otra forma terminamos haciendo lo mismo que señalamos en las otras prácticas psí que solemos criticar. Caemos en la misma trampa que denunciamos. No confundamos más las palabras con las cosas. Intentemos un psicoanálisis del propio psicoanálisis, dejemos que se muestre en su falta, en sus aporías y en sus contradicciones, allí donde su discurso se vuelve frágil y se tambalean sus certezas más defendidas.

Como momento inicial podemos reconocer la necesidad de señalar críticamente algunos modos en que el psicoanálisis circula y se transmite en nuestro tiempo. Esos modos producen una incomodidad que preferimos no silenciar. Aparece cada vez que escuchamos un psicoanálisis que se acomoda, que se repite, que se convierte en doctrina y renuncia a su potencia subversiva.

Nos inquieta que el discurso analítico, nacido del malestar, se vuelva incapaz de escucharlo. Que se adapte, que busque reconocimiento, que tema a la intemperie de su propia falta. No hay acto analítico posible sin riesgo ni transmisión viva sin pregunta. Si el psicoanálisis deja de interrogarse a sí mismo, deja también de existir como acto.

Este texto nace del hartazgo de ver cómo el psicoanálisis se ha convertido en un producto atractivo para el consumo rápido. Se presenta como contenido para redes, como discurso funcional para las universidades y como adorno intelectual para quienes buscan elegancia o prestigio. El dispositivo que Freud inauguró para hacer hablar el malestar cultural se ha ido transformando en un aparato de gestión subjetiva, efecto de una lógica neoliberal que ha sabido apropiarse incluso de aquello que nació para interpelarla.

Hoy el psicoanálisis enfrenta un riesgo diferente al de sus inicios. Ya no se trata de la censura ni de la persecución que marcaron su historia. El peligro actual es más silencioso y persistente. Tiene que ver con su domesticación, con su conversión en mercancía y con su reducción a técnica psicológica. Se vuelve un discurso de adaptación, una especialidad académica y, en muchos casos, un instrumento de gestión subjetiva orientado al rendimiento.

En algunos espacios el psicoanálisis se enseña como doctrina, mientras que en otros se vende como una terapia más dentro del mercado de la salud mental. En ciertas instituciones se promueve como marca comercial o como producto de consumo por suscripción, siguiendo el modelo de las plataformas digitales. Se ofrecen diplomados, especialidades y talleres bajo el formato de menú, donde el sujeto elige cuántos gramos de Freud, de Klein, de Lacan o de Jung quiere incorporar para acreditar certificaciones o pertenecer a comunidades de prestigio transferencial.
El psicoanálisis deja de ser una experiencia de transformación y se convierte en un signo de estatus, capital o pertenencia profesional. Pierde el acto, la experiencia y el propio análisis, y con ello se pierde también la posibilidad de crear una verdad singular.

Aquí no buscamos reivindicar el psicoanálisis desde la nostalgia ni recuperar una supuesta época dorada. Nos interesa sostenerlo en su potencia viva, allí donde todavía puede incomodar. Si el psicoanálisis tiene un porvenir, será gracias a quienes se niegan a verlo convertido en simulacro, a quienes no aceptan reducirlo a un diploma o a una estrategia de mercado. Persisten quienes sostienen que el psicoanálisis es un acto que no pide permiso, que no se arrodilla ante el prestigio académico ni frente a las demandas de claridad o rendimiento. Un acto que no se acomoda a la lógica empresarial univer-sectaria.

Un psicoanálisis que ya no confronta el deseo ni produce preguntas incómodas, que deja de sostener espacios para hablar y habitar desde la singularidad, se vuelve una técnica de adaptación, una mercancía o una ideología al servicio del discurso dominante. En algunos espacios comienza a verse una generación de analistas que ya no quiere leer ni interrogarse, que solo busca entender para repetir. Desde ahí se arman cursos y diplomados que se venden e incluso se importan como modelos cerrados, replicables, convertidos en mercancía conceptual. En lugar de sostener la pregunta, se predica una certeza que se difunde con el mismo fervor con el que otras doctrinas buscan creyentes.

Por eso intentamos sostener que este texto no es un objeto académico más. Es un decir que asume el riesgo de incomodar, incluso a quienes lo escribimos, porque todo acto verdadero comienza por incomodar a quien lo enuncia. No se trata de un manual ni de una propuesta teórica cerrada, sino de una toma de posición. Lo que aquí se pone en juego es una disputa por el sentido mismo del psicoanálisis. No buscamos definir un psicoanálisis correcto, sino mantenerlo vivo. Y lo vivo, como el inconsciente, no se acomoda al orden existente, aparece cuando algo se interrumpe, se descentra o se desacomoda.

El psicoanálisis capturado por el mercado, la academia y la tecnorentabilidad.

Hoy el psicoanálisis no está siendo atacado desde afuera. Está siendo vaciado desde adentro. Ya no se le combate porque incomode, sino porque se le invita a participar en el espectáculo de la visibilidad. Se le celebra siempre y cuando se vuelva útil, rentable, comprensible, digerible. Cuando se adapta a esa lógica, lo que se pierde no es solamente una teoría, sino la posibilidad misma del acto analítico.

Lo vemos en la academia. El psicoanálisis se ha convertido en una asignatura que debe justificar su existencia mediante indicadores de productividad. Se lo evalúa por cuántos créditos otorga, cuántas tesis dirige, cuántos seminarios vende. Se le exige claridad, objetivos de aprendizaje, resultados medibles. Bajo ese régimen, el concepto de inconsciente queda reducido a contenido programático. Se lo enseña como quien enseña un dogma. Se lo transmite como quien transmite un protocolo. De ese modo, se produce un analista que no se deja atravesar por el acto, sino que memoriza fórmulas, frases y reproduce slogans. Se promueve un analista que habla desde la autoridad teórica, conceptual, artística o literaria y no desde la escucha. Un analista que repite el psicoanálisis como tradición, pero que no lo encarna como acontecimiento.

Lo vemos en el mercado. El psicoanálisis es ofertado como herramienta de bienestar, como alternativa terapéutica que promete autoconocimiento, productividad emocional y mejora personal. Se vende como curso de crecimiento interno, como entrenamiento para líderes, como recurso para adaptarse mejor al sistema. Deja de abrir la falta y se presenta como promesa de plenitud. Así, el inconsciente deja de ser fuerza disruptiva y se convierte en mercancía espiritual.

Y lo vemos también en el espacio digital. Nunca antes el psicoanálisis había circulado tanto. Nunca había tenido tantos seguidores, tantos canales, tantos promotores. Pero esa visibilidad trae consigo una trampa. En la lógica algorítmica, lo que importa no es lo que se dice, sino cuántos lo consumen. Y para ser consumido, el psicoanálisis debe volverse claro, rápido, emocionalmente estimulante. El discurso analítico se convierte en contenido audiovisual, en cápsula de un minuto, en frase motivadora. Se transforma en espectáculo terapéutico. Allí donde antes se sostenía un silencio para hacer escuchar al sujeto del inconsciente, ahora se edita, se filtra, se decora.

Lo que se cuestiona aquí no es un cambio generacional ni una novedad pasajera. Desde su introducción en México, el psicoanálisis ha estado atravesado por una lógica de transmisión que gira en torno a la imitación de modelos extranjeros como vía de legitimación. Se privilegia la repetición de frases, gestos y estilos de autores canonizados antes que la construcción de una elaboración propia, situada y autoral. Esa tendencia, presente desde los inicios, no ha desaparecido; por el contrario, se intensifica bajo el dominio de la imagen y del mercado, donde lo que circula ya no es la experiencia de verdad, sino la imagen rentable y certificable del psicoanálisis.

El problema no es la herencia, sino su uso como garantía de autoridad. Cuando el linaje sustituye la elaboración, el pensamiento se detiene y la transferencia se burocratiza. En lugar de un espacio de trabajo colectivo, se erige un circuito de validaciones cruzadas, una red de acreditaciones donde el deseo analítico queda subordinado al reconocimiento institucional.

Y en medio de eso, persiste un viejo hábito que nos delata: la fascinación con la extranjería. A los mexicanos nos sigue encantando el estilo eurocéntrico. Lo repetimos con entusiasmo, como si la entonación, el léxico o la cadencia pudieran garantizarnos pertenencia. Esa imitación, que alguna vez funcionó como forma de transmisión, hoy opera como caricatura. La voz propia se posterga en nombre de una autoridad importada.

Aceptar esta situación como algo natural equivale a renunciar al acto analítico. No examinarla implica colaborar con la simulación que se presenta como claridad o evidencia. Quien hoy se nombra psicoanalista tendría que preguntarse desde dónde habla. Si habla desde el deseo o desde el mercado, desde la falta o desde la imagen, desde la transferencia o desde el prestigio.

Esa pregunta no es moral, es política. De su respuesta depende que el psicoanálisis siga vivo o quede reducido a un objeto más dentro del catálogo del capitalismo emocional. Un psicoanálisis que evita la pregunta por su propio lugar termina hablándole al poder en lugar de interrogarlo.

El psicoanálisis no es un saber que se posee, es un acto que se sostiene

Ante el intento de captura del psicoanálisis por parte del mercado y la academia, no basta con denunciar. No se trata de definir qué es el psicoanálisis ni de establecer su esencia, porque aquello que lo constituye no puede saberse de antemano ni fijarse en una fórmula. Lo que está en juego es resguardar la posibilidad de su acontecimiento. Se trata de discernir entre aquello que mantiene vivo al psicoanálisis y aquello que lo convierte en instrumento al servicio del mercado del saber o de la salud mental.

En este sentido, proponemos que el psicoanálisis no se puede transmitir como un conjunto de conceptos, sino como un acto que toca lo Real. No se sostiene en la posesión de un saber, sino en el lugar desde donde se escucha. No vive en las instituciones ni en los títulos, vive en el acontecimiento de la palabra que penetra allí donde el sujeto no controla lo que dice. El inconsciente no es un contenido, es una fuerza que se manifiesta. No se lo aprende, se lo padece. Se encarna en la repetición y en la transferencia.

Cuando Freud habló del inconsciente, su acto consistió en abrir un territorio donde pudiera emerger aquello que había sido expulsado de la conciencia. El inconsciente no es un depósito de datos ni un archivo de contenidos, sino el lugar donde el sujeto se confronta con una verdad que habla a través de él. Esa verdad no se deja gobernar por la voluntad ni por las buenas intenciones, es conflictiva, contradictoria y discontinua.

Por eso, el psicoanálisis no puede reducirse a una técnica ni a un saber clínico. Es una experiencia del decir que transforma el modo en que el sujeto se vincula con su deseo y con la singularidad de su historia. En cada análisis se juega algo que no puede enseñarse ni reproducirse, porque lo que produce el acto no es el conocimiento de sí, sino el encuentro con lo que en uno mismo permanecía ajeno.

Arriesgamos una propuesta propia que plantea la importancia de remitirnos a lo nocional como método de investigación. Es preferible hablar de nociones y no de conceptos, no porque la noción sea vaga, sino porque mantiene abierto aquello que en el psicoanálisis no puede fijarse de una vez y para siempre. La noción no clausura lo Real ni lo convierte en hecho comprobable. Permanece en el filo del decir, allí donde el discurso roza lo indecible y desde ese borde hace surgir pensamiento nuevo.

En el terreno clínico, la diferencia entre pensar en conceptos cerrados o en nociones abiertas resulta decisiva. El inconsciente no habla en definiciones universales, habla en desplazamientos, condensaciones, equívocos y silencios. Freud advirtió que el analista debe aprender a escuchar estas formaciones del inconsciente sin apresurarse a traducirlas a su propio lenguaje teórico, porque cada palabra del paciente contiene su modo singular de verdad. Una noción clínica permite alojar esa ambigüedad sin reducirla de inmediato a un diagnóstico. En cambio, un concepto rígido tiende a nombrar con premura y a encasillar lo que el sujeto trae, perdiendo así su riqueza particular. Lo que el concepto define de manera inmediata, la noción lo deja aparecer en su diferencia y en su novedad.

Nos preguntamos entonces qué es una noción en sentido psicoanalítico. Es una forma política de resistir el academicismo intelectual que domina en el ámbito psicoanalítico universitario. Es una manera de decir que existe la falta. Es también una forma de renunciar a la hipnosis que el saber total produce. Es un modo de ir en contra de la sugestión universitaria.

Una noción, en el sentido que aquí estamos proponiendo y construyendo, no se trata tan sólo de una fase preliminar al concepto, sino de una apuesta ética y epistemológica por mantener abierto el campo del psicoanálisis frente a la tendencia a convertirlo en una doctrina rígida y acabada. Apostar por lo nocional es sostener un psicoanálisis que no se deja domesticar, que permanece en la incomodidad de pensar sin garantías y que reconoce que el inconsciente no se define de una vez y para siempre, sino que irrumpe cada vez de modo singular en el acto analítico.

No existe un psicoanálisis con mayúscula como garante último de verdad ni como Gran Otro que respalde lo que debe ser dicho o transmitido. El psicoanálisis no existe por fuera de su acto. Vive únicamente en el acontecimiento analítico. No hay dos análisis iguales porque no hay dos sujetos iguales. Lo que orienta y produce la cura no es el conocimiento de sí, sino lo contingente en el decir que se produce en la transferencia y que abre la posibilidad de la diferencia.

No se trata de explicarle al paciente lo que le pasa, sino de sostener el lugar donde el sujeto pueda escuchar aquello que habla más allá de él en su propio decir. Esa operación no es conceptual, es ética, política y poética, porque define una posición frente al lenguaje, el deseo y el modo de existir.

Por eso nos declaramos contra la proliferación de conceptos muertos que se repiten como dogmas. Contra el uso de un lenguaje psicoanalítico que ya no analiza, sino que decora. Contra el psicoanálisis que se refugia en su tradición para no escuchar el malestar actual. Frente a eso se propone recuperar la materialidad del síntoma. El síntoma no es una etiqueta diagnóstica sino el borde donde el sujeto se confronta con lo que no puede simbolizar. Allí donde la palabra falla, el síntoma insiste. No como error, sino como verdad que todavía no ha encontrado su modo de hacerse oír.

En ese sentido, aquí se sostiene que el psicoanálisis sólo vive cuando hay acto. El acto no depende de la voluntad del analista, surge del encuentro entre el decir del sujeto y el lugar vacío que el analista sostiene. Ese vacío no es ausencia, es la condición de posibilidad para que algo nuevo aparezca. Cuando el analista se llena de saber, el acto retrocede. Cuando ocupa el lugar del experto, el deseo se retira. Cuando el psicoanálisis se vuelve doctrina, el inconsciente deja de hablar. El psicoanálisis existe cuando el acto abre una grieta. Todo lo demás, sometido a la imposición de lo imaginario, se vuelve simulacro.

El psicoanálisis en su dimensión política

El psicoanálisis no se enfrenta al capitalismo desde afuera, porque el capitalismo ya no opera solo en la economía, sino también en el deseo. No se limita a explotar la fuerza de trabajo, exige disponibilidad constante para producir, consumir y exhibir. Impone el bienestar emocional, la claridad mental y la estabilidad afectiva como nuevos mandatos de rendimiento.

Cuando el psicoanálisis permanece fiel a su acto, no busca estabilizar al sujeto ni adaptarlo a ese orden. Abre un espacio donde el sujeto puede escuchar aquello que no sirve para producir ni para sanar ni para volverse más eficiente. Lo que ahí se escucha no es útil ni rentable, pero es verdadero. Ese es el punto donde el psicoanálisis toca lo real y se vuelve irreductible al mandato del bienestar.

El psicoanálisis es disidencia, y esa disidencia no consiste en oponerse al sistema desde fuera, sino en producir un corte simbólico dentro de la experiencia subjetiva. Cuando un análisis toca la verdad del deseo, rompe el circuito del goce capitalista. Allí donde el mercado exige que el sujeto se optimice para rendir más, el análisis muestra que la verdad del sujeto no consiste en funcionar, sino en existir desde su singularidad. Allí donde el discurso dominante promete plenitud, el análisis sostiene la falta como el lugar donde el deseo se mantiene vivo.

Esa es la fuerza política del psicoanálisis. No ofrece salvación, ni identidad, ni pertenencia. Ofrece un espacio donde el sujeto puede dejar de obedecer al mandato del Otro. Ese Otro puede ser la academia, la familia, la iglesia, el algoritmo o el mercado emocional contemporáneo. El acto analítico no reemplaza un Amo por otro, no promete la libertad como estado, sino como operación, la operación de hablar desde un lugar donde el sentido no está prefijado. Esa operación es política porque descoloca al sujeto del lugar donde fue capturado por la cultura.

No hay psicoanálisis sin militancia del decir. No se trata de militancia partidista ni ideológica, sino de una militancia ética que se mantiene fiel a una orientación, la del sujeto del inconsciente. En un tiempo donde todo tiende a volverse mercancía, la decisión de escuchar aquello que no tiene precio es un acto político.

Estas palabras buscan sostener ese lugar, no desde la desesperanza, sino desde la apuesta. Porque aún hay quienes escuchan. Aún hay quienes no se conforman con que el psicoanálisis se vuelva espectáculo. Aún hay quienes saben que el inconsciente no es una herramienta para optimizar la existencia, sino un territorio donde el sujeto se reencuentra con lo que lo constituye más allá de toda demanda social.

El acto analítico no produce adaptación, produce fractura. En esa fractura aparece la posibilidad de un deseo que no se confunde con el mandato de consumir, rendir o pertenecer. La dimensión política del psicoanálisis se manifiesta cuando el sujeto deja de obedecer a la lógica del Otro y comienza a construir una posición singular desde donde habitar, vivir y existir en el lenguaje.

Lo nocional como (po)ético

Pensar nocionalmente implica recuperar la dimensión poética del psicoanálisis. La poética, en este contexto, no se opone al rigor, lo amplifica. La palabra poética comparte con el inconsciente su carácter de desvío, resonancia e invención. Freud escribía con la conciencia de que el pensamiento solo avanza si se deja atravesar por el equívoco, la metáfora y ese resto de opacidad que ningún concepto puede absorber por completo. Su estilo, lejos de ajustarse a un positivismo transparente, se despliega en imágenes, giros y desplazamientos que revelan el movimiento mismo del deseo.

La poética es, al igual que la noción, otra forma de acercarse a aquello que no se deja comprender del todo. Ambas renuncian a la claridad absoluta y sostienen la equivocidad del decir como condición de verdad. No intentan fijar la realidad ni capturarla en definiciones estables; buscan rozarla con la palabra, aproximarse con tacto a lo indecible. En este registro, la verdad no se demuestra ni se prueba: se entreabre en el temblor de una frase, en el silencio que sigue a una interpretación, en la inflexión de una voz que por fin encuentra un modo de decir lo que antes no podía ser dicho.

Pensar desde lo nocional equivale a sostener una poética del saber. El psicoanálisis, desde su origen freudiano, habita la frontera donde el pensamiento se enlaza con la escritura y donde el rigor conceptual convive con la sensibilidad literaria. En ese borde, el concepto se abre a la palabra viva y la verdad no aparece como certeza cristalina, sino como un destello en movimiento. Freud escribía con la convicción de que, para acercarse al inconsciente, hacía falta un lenguaje que no renunciara a la polisemia ni al ritmo evocativo. La interpretación de los sueños respira relatos, metáforas, ironías y digresiones. No buscaba fijar definiciones definitivas, prefería acercarse a lo indecible con palabras palpitantes. También supo que había puntos donde convenía dejar un resto en sombras, el “ombligo del sueño”, que remite a una trama imposible de desatar. En esa humildad ante lo indecible se afirma un acto nocional y (po)ético, porque reconoce que el pensamiento científico no clausura todo y que persiste un resto que solo el estilo, la poesía o el silencio pueden honrar.

Lacan prolongó ese impulso en su modo de enseñar. Sus Escritos y Seminarios rehúyen el tratado cerrado y se despliegan en ironías, neologismos, guiños literarios y construcciones abiertas. No pretendía entregar un sistema, sino mantener vivo el vacío del lenguaje dentro del discurso, para que el lector y el oyente trabajaran, tropezaran y encontraran su lectura. Al sostener que la verdad “solo se dice a medias”, señaló la hiancia interna de toda palabra y ubicó en ese resto no dicho la vitalidad del inconsciente.

La poética del pensamiento analítico consiste en sostener el vacío donde la palabra tropieza. Ahí se ubica el analista en la sesión, en el punto donde el discurso del paciente no alcanza a decir eso que pugna por ser dicho. Freud advirtió que el acto analítico solo es posible si el analista soporta no entender de inmediato y renuncia al dominio del sentido. Esa renuncia abre un espacio para que algo nuevo emerja en la lengua del analizante sin ser sofocado por la sugestión o la impaciencia. Al abstenerse de cerrar el sentido prematuramente, el analista deja hablar al inconsciente con mayor plenitud. Ese no saber constituye el núcleo (po)ético de la escucha.

En tiempos de tecnorentabilidad y psicopolíticas digitales, esta poética del no saber se vuelve una forma de resistencia. Frente a la exigencia de resultados claros, veloces y replicables, el pensamiento nocional se permite demorarse, seguir la asociación libre, escuchar un silencio prolongado sin angustia, esperar la palabra precisa que a veces llega al final. Esa demora no es negligencia, es fidelidad al tiempo del deseo, que no coincide con el reloj productivista.

El psicoanálisis, al devolver a la palabra su ritmo hecho de silencios, repeticiones y elaboración, interrumpe la prisa generalizada y devuelve al pensamiento su respiración y su intimidad. Así el pensamiento nocional y la práctica analítica comparten una orientación (po)ética. Se sostienen en la aceptación de la falta y en la negativa a domesticar el sentido. Resisten la reducción del sujeto a etiquetas o competencias. En lugar de medir, escuchan. En lugar de ordenar, acompañan. En lugar de explicar desde afuera, dejan hablar desde adentro. En esa apertura se juega una reorientación de la psicología contemporánea, atrapada por la utilidad y la evaluación cuantitativa.

Lo nocional no reemplaza la teoría, la mantiene viva. Impide que se vuelva dogma o ideología inerte. Recuerda que enseñar no es domesticar, sino abrir un espacio donde algo pueda descubrirse. En esa diferencia se separan una pedagogía del sentido común y una pedagogía del deseo. El sentido común normaliza, el psicoanálisis desnormaliza y desordena creativamente lo instituido. La educación convencional busca sujetos adaptados, el psicoanálisis apuesta por sujetos deseantes que asumen su división.

Lo nocional afirma la insistencia del deseo en una época que lo olvida, la insistencia de la verdad en un mundo saturado de información y la insistencia del silencio en una cultura del ruido. Freud y Lacan enseñaron que el saber analítico solo conserva su fuerza mientras permanece incompleto. Esa incompletud no es un defecto, es la condición misma de su potencia subversiva. En ella habita la dimensión más (po)ética del psicoanálisis, la que mantiene viva la posibilidad de decir de otro modo, de encontrar palabras nuevas para heridas antiguas y de escuchar aquello que aún no ha sido dicho, permitiendo que algo ocurra en la lengua y nos transforme.

No concluimos, evocamos y convocamos.

No es que terminemos aquí. Abrimos una conversación que no tiene punto final. Este escrito no pide adhesión ni busca convencer, invita a tomar posición. No una posición teórica ni ideológica, sino una posición ética frente al acto de enunciar, leer y decir. El psicoanálisis seguirá existiendo mientras haya alguien dispuesto a escuchar más allá del sentido establecido, mientras haya alguien que sostenga la falta como fuerza y no como carencia, mientras haya quien no convierta el síntoma en mercancía ni el inconsciente en contenido de consumo.

No venimos a defender el psicoanálisis como patrimonio cultural, venimos a sostenerlo en su potencia política. El psicoanálisis no es una tradición que se hereda, es un acto que se encarna. Y ese acto exige responsabilidad, riesgo y deseo. El deseo de no someter el pensamiento a la comodidad de lo ya sabido, el deseo de no reducir el sufrimiento humano a un dato clínico, el deseo de sostener la palabra allí donde ya no hay garantías.

Este manifiesto no busca fijar una doctrina. Quiere sostener el temblor que produce la verdad cuando aparece. Quiere recordar que la fuerza del psicoanálisis no está en sus conceptos, sino en su capacidad de interrumpir los discursos del poder, cualquiera que este sea: académico, mediático, algorítmico o incluso aquel que se sostiene en el propio psicoanálisis como reproducción, ontología e identidad.

No hablamos desde el dominio conceptual ni desde la certeza teórica. Lo que nos orienta no es la acumulación de saber, sino la experiencia de no saber, esa práctica que mantiene vivo el deseo de analizar, leer y escuchar hasta dejarse sorprender por lo que emerge en la transferencia. Esa es la ética analítica: no saber por el otro, sino acompañar el surgimiento de lo que el otro no sabía de sí.

Este texto puede leerse como una invitación. Una invitación a desobedecer el mandato de la rentabilidad emocional, a resistir la captura del inconsciente por la lógica de la imagen y a recuperar el psicoanálisis como lo que siempre fue cuando estuvo vivo, una apuesta por el sujeto y no por la adaptación, una práctica de libertad simbólica frente a cualquier forma de captura.

Si este escrito logra algo, no será ser comprendido, será producir un efecto. Un efecto de incomodidad, de apertura, de deseo. Porque el psicoanálisis no vive en los escritos, vive en el acto. Y ese acto comienza ahora, en esta palabra, en este encuentro, en este temblor compartido que todavía nos hace preguntarnos qué estamos dispuestos a sostener para que el psicoanálisis no se convierta en un ornamento conceptual.