El precio de crecer antes de tiempo
Florencia Goncalves


¿Y si te digo que 8 de cada 10 adolescentes trabaja para el mercado en Misiones?
No es un error. Es real, actual y brutal. El dato -made in Misiones- surge de un relevamiento de Desarrollo y Autogestión (DyA) y otras instituciones, hecho en escuelas de A. del Valle con una muestra de 545 adolescentes escolarizados de entre 11 y 17 años. Entre los hallazgos: 7 de cada 10 adolescentes de entre 11 y 15 años trabaja en actividades productivas y para el mercado y; 8 de cada 10 adolescentes de entre 16 y 17 años trabaja para el mercado.
Si a esos datos le sumamos un análisis por tareas y géneros, la cosa se complejiza muchísimo más. Si a esos datos además, se los analiza con perspectiva de género, los indicadores son aún más determinantes: los varones se dedican en su mayoría a actividades vinculadas a prácticas agrícolas; mientras que las mujeres se abocan casi exclusivamente a tareas del ámbito doméstico, sobre todo limpieza y cuidado de personas y del hogar. Nada que no sepamos, pero sí una cuestión a la que debemos brindar peculiar atención, sobre todo en épocas en las que la igualdad de género es un eslogan en flyers y reels; pero brilla por su ausencia en políticas concretas y estrategias de gestión.
A 23 años de la creación de la Comisión Provincial para la Erradicación del Trabajo Infantil (COPRETI), a 15 años de la creación de la Defensoría de los Derechos del Niño y a 10 años de la aprobación de la Ley Provincial IX-Nº 9, entre otras tantas iniciativas anunciadas con bombos y platillos ((41 Comisiones Municipales) ); los datos son durísimos. Y si observamos a las organizaciones, empresas y cooperativas que hace años implementan programas de responsabilidad social con foco en el trabajo infantil; los datos siguen siendo durísimos.
El tema debe interpelarnos y movilizarnos, a todos: gobierno, cooperativas, empresas, organizaciones del tercer sector y comunidad en general. Más aún, en una provincia con múltiples organismos, estructuras, normativas y legislaciones que tienen como principal función la defensa del derecho de los niños.
Independientemente desde dónde enfoquemos la mirada crítica -lo público o lo privado- el dato es igual de drástico; pues se trata de una problemática compleja y cuyo abordaje necesariamente debe ser intersectorial. Públicos, privados e incluso, el tercer sector y comunidad en general: todos debemos protagonizar el cambio.
¡El cómo hacerlo no es sencillo! Mucho menos en una provincia donde todos quienes superamos los 30 años fuimos criados a la vieja escuela y con el desafío de aprehender la responsabilidad y el esfuerzo como modelos de vida para ser gente de bien. Desde gurises tuvimos que entender que el trabajo es parte de nuestra preparación para la vida adulta. Y ante esa premisa, no hay mucho que objetar ya que todos coincidimos en ese lugar común.
Sin embargo, en ese marco de patrones culturales arraigados que valoran positivamente el trabajo en niños y adolescentes; existen situaciones históricamente naturalizadas y que aún hoy nos determinan como sociedad: la participación activa de niños y adolescentes en actividades de mercado. Entre ellas, comercialización en la vía pública, actividades productivas y otras tantas. Lo vemos en la chacra, pero también en la puerta del supermercado.
Dicha participación activa, que afecta la integridad de los más jóvenes y marca el rumbo de sus vidas, se da en el marco de la informalidad y en ambientes en los que no siempre es sencillo identificar límites -entre lo laboral y lo doméstico, por ejemplo el típico caso de una chacra misionera-. Y frente a toda esa crudeza que atraviesa lo público y lo privado no sólo de las instituciones sino también de las personas; de nada sirven las actitudes extremas. Insisto: ni fundamentalistas del trabajo infantil, ni cómplices de la explotación de menores.
Precisamos tomar posturas capaces de diferenciar entre explotación infantil y actividades formativas. Posturas que, lejos de juzgar a las familias rurales, demonizar a los sectores productivos y criticar únicamente al gobierno; operen de forma práctica, conciliatoria y resolutiva sobre una realidad dolorosa que afecta a cientos de niños en nuestras ciudades y colonias. Porque cuando el sentido común se aplica y aun así algo incomoda, no alcanza con ajustar la estrategia: hay que animarse a cambiarlo todo. Cambiar estructuras, lógicas, modos de ver y de hacer. También formas de elegir. Todo esto, únicamente si queremos realmente redefinir el rumbo de hacia dónde vamos como comunidad.






